Hablar del Diablo -o de Dios- supone distinguir de inmediato dos planos distintos y absolutamente diferenciados. Uno, aquél en el que se plantea la pregunta por la existencia real de ambas entidades; existencia en el sentido en que usamos ese concepto para referirnos a los objetos y entes del mundo físico. En este orden de cosas, mi respuesta es rotundamente negativa (no meramente escéptica): sostengo que -en la acepción antes señalada del término «existir»- ni Dios ni el Diablo existen. Advertir al lector, desde ahora mismo, que el presente ensayo se mueve en posiciones radicalmente materialistas y ateas, no es algo, después de todo, que esté fuera de lugar. Y, sin embargo, el Diablo existe; pero existe -lo mismo que Dios; y este es el segundo plano al que antes me refería- como fenómeno presente en la historia de la religión. Existe como existen Osiris e Isis, Ahriman y Ormuz, Zeus y Apolo. Y, sin duda, la presencia de tales seres en la fenomenología religiosa es algo que debe ser explicado por una filosofía de la religión que pretenda ser tal. Porque, en efecto, sólo esta segunda forma de preguntar por el Diablo -o por Dios- nos introduce en el campo de la Filosofía de la religión, en tanto que la primera perspectiva nos remite, en cambio, al ámbito de la Ontología.